París, La Loma, Beirut

Me da miedo el mundo, porque hasta en la muerte hemos sido parroquiales. ¿Cómo será abrir la puerta y encontrarte con un enemigo al que no conoces? ¿Cómo será que las balas te lleguen al cuerpo sin que sepas desde dónde? ¿Qué puede escucharse en las sienes o en las manos en una lluvia de fuego? ¿Alcanzarías a escapar? ¿Por qué crees que tu cuerpo sobreviviría, que no estás para morir así no más? 

Aterra ver la televisión y pensar en tu otro de Occidente, en el que no has sido porque naciste en un pequeño país a este lado del mar, e imaginarlo, a ese tu otro, yendo a un concierto, al que quizás irías si pudieras, quedándose ronco de tanto reír, gritar, saltar. Y de pronto las balas que lo acuestan en el piso y se duerme para siempre, sin despedirse de nadie. No lo conoces, jamás lo has visto, pero su rostro a alguien se te parece. Y ese sí que pudiste ser tú, porque la música era la misma del Deezer o del Ipod. 

Asusta esa cercanía porque es la parroquia, lo que conoces, la que duele. No es lo mismo eso que pasa en los países cuyos nombres no sabes escribir, cuyos mapas no puedes ubicar. Ellos son de otra parroquia, están lejos, se diría que tampoco sienten, que sus niños están hechos de otro material, que la sangre siempre se les mezcla con arena del desierto, de un desierto que no conocerías porque tu paisaje siempre ha sido verde, húmedo. Pero al pensarlo despacio, ves que ellos son del mismo mundo, de la misma especie, que nace, crece, se reproduce y muere. 

Te cuesta, sí que cuesta, sentir el mismo dolor por ellos, pero para qué llenarte de dolores impostados, de banderas que no son símbolos, que no te dicen nada. Por eso tampoco duele tanto lo que pasa a la vuelta de tu casa, porque está después de la quebrada, detrás de un muro de casas. De allí solo te llega el sonido de las balas y no puedes, cómo lo harías, detenerte a pensar que cada estallido puede ser alguien que corre, alguien que cae, alguien que llora. Eso está allí, cerquita, pero lejos en tu mente.

El hecho, sin embargo, es que la parroquia asusta porque allí es donde vives, aunque no sea cierto, porque allí quieres ir, porque la has imaginado y la has visto en el cine y en las cenas de enamorados. Y eso que pasa en la pantalla, después vendrá y te pasará a ti, como en la publicidad de un canal de películas. El dolor, el temor, lo que saca al espíritu de su encierro, es la identidad que inventamos con el otro, que es uno mismo desdoblado en quien nunca has sido. 

¿Qué sigue, entonces? ¿A quién le toca el turno ahora? ¿No se trata de lo mismo esa balacera que desde hace semanas no se interrumpe en las noches, a cuatro cuadras de casa? ¿Cómo entender, entonces, la proximidad, la proxemia, el interés por el otro, la empatía, la tristeza compartida? ¿Cuál es la distancia, la verdadera distancia, que cobija los vínculos con el desconocido? 

¿Por qué puedo sentir el dolor de París ahora mismo pero se me demoran un poco en llegar el de La Loma y el de Beirut? ¿Cuáles son los límites de esta parroquia? ¿A quiénes no puedes ver?





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