Calocho
Calocho también morirá de cáncer. Le ha atacado los
pulmones, los huesos, la garganta. Los cigarrillos de toda la vida ayudaron a
que sus células se convirtieran en monstruos, a avejentarlo más allá de sus 57
años, y a negar que su padecer fuera consecuencia de la epilepsia con la que
nació.
Los médicos le dijeron a la vieja Olga, ya entrada en los
cuarenta años, que su criatura acaso llegaría a la adolescencia. Y el niño era
hermoso. En las fotos se ve un pequeño rubio de ojos vivarachos, al lado de esa
docena de hermanos, algunos ya fornidos o demostrando un camino propio. A
Carlos Alberto lo dejaron Calocho porque por siempre fue el más pequeño, y hasta
que nació Vicente fue también el niño de los hombres. Había que cuidarlo y
quererlo.
Olga lo contempló y le dio gusto hasta en lo que no debía.
De muchacho con rostro infantil, Calocho aprendió a fumar y a tomar tinto, como
lo hicieron la mayoría en la casa de los Velásquez. Él quería ser como todos
ellos. Ana, Gabriel, David, Olga, Marcelo, Fernando, y alguno más que se me
escape, vieron pasar muchos días al pie de un cenicero, un termo de agua
caliente y quizás un juego de cartas. De esos mencionados sobreviven Ana,
Marcelo y Fernando: ella deja de fumar cada tanto y lucha contra el asma; el
segundo se quitó el cigarrillo de la boca después de trabajar en la
antihigiénica fábrica de la Colombiana de Tabacos; y el tercero está enfermo,
siempre con un cáncer a punto de ser descubierto.
Calocho sorprendió a mi mamá ayer con la noticia de su
enfermedad. Ella y todos lo sabían, pero en el fondo se negaban a confirmarlo. Si
Calocho respeta la fila, aún no es su turno. Pero aunque la genética y el
cigarrillo sean los primeros culpables, también maldigo al sistema de salud
colombiano y a los médicos del régimen subsidiado.
Calocho trabajó en el campo haciendo pequeños jornales y
siempre dependió de otros para llegar al final del día. Es una persona que
nació indefensa y nunca ha querido estorbar. Le ha dolido sentirse rechazado
por otros, incluso por mí, y no ser o no parecer alguien normal. No es
apendejado ni tiene un síndrome de bobera, su aprendizaje simplemente fue más
despacio que el de los demás y los ataques temblorosos le robaron muchas
neuronas.
Mi mamá lo llevó al médico decenas de veces. Ella sospechaba
de un cáncer, porque es lo primero que se le ocurre, y casi siempre tiene
razón. Los médicos de Barbosa lo trataron mal, le demostraron asco y no
quisieron ni tocarlo. ¿Asco de qué?, me pregunto. Calocho es como un niño y es
aseado. Si escupe es porque su garganta no está bien. No hiede y, a diferencia
de muchos campesinos de la media montaña, todos los días se cambia de ropa. Los
médicos prefirieron hacerle diagnósticos por computador, sin arrimar
estetoscopios o sin preguntar a un interlocutor qué es lo que pasaba al
paciente. El paciente habla enredado y se tarda en conformar una palabra, una
frase. Mi mamá lee su mente porque ve en él el mandato de la vieja Olga, que al
morir les encargó, a ella y a los demás hijos, a su niño indefenso. Pero los
médicos a veces no entienden, no ven, no escuchan.
Diez citas y ningún diagnóstico. El Sisbén no sirve para
nada. Me pregunto cómo estarán de enfermos todos los habitantes de la vereda
donde ha vivido Calocho… Si alguien los interroga por sus dolores más allá de
lo obvio o si a ellos también los examinan con un teclado de computador.
Calocho tiene cáncer y morirá pronto. Una médica cuya
consulta vale seis cifras por fin nos lo explicó. Lo envió a hospitalización
con un letrero de “prioritario”. Lo recibieron en una clínica para por fin
hacerle todos los exámenes que antes no mereció. Dos noches estuvo en
urgencias, sentado en una silla de ruedas, porque no había pieza o cama, o algo
que le permitiera descansar en forma horizontal como lo manda la dignidad. Así
es Colombia, donde uno ve a los seres queridos apagarse lentamente en una fila
de hospital, o ser tratados con desdén por médicos que no sé en dónde
obtuvieron su cartón.
Esta mañana por fin le dieron una habitación. Tratarán de
repararle una vena de la garganta (o algo así, de eso no sé) para que no muera
ahogado con su propia sangre. Él está triste. Calocho llora y mi mamá también.
Ahora todos, hasta los médicos, lo trataremos con amor. Queremos que esté
tranquilo, que no sufra, que quizás sea feliz en estos últimos días. Mi mamá lo
llevará a la vereda, porque allá están sus amigos: gente buena que nunca lo
enfrentó con rabia o con asco, que le lleva quesito o frutas de la huerta, y
que cada mañana pregunta por él para saber cómo está, cómo amaneció, cuándo va
a volver.
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