Hacía mucho que no se iba la luz

Nunca le había temido a la oscuridad pero esta vez sentí algo raro, que me iba a quedar atrapada o que la luz no iba a volver. Y el sueño todavía estaba lejos de mí. Tenía el televisor prendido, como casi siempre a esa hora, y llevaba mucho rato pasando canales sin saber qué estaba viendo. Me puse la ruana que uso para trabajar en el computador cuando me levanto temprano y después busqué las llaves, a ciegas, sin recordar dónde las había dejado. Me rendí y le puse una cuña de libros a la puerta. ¿Y qué iba a hacer afuera? No tenía idea, la luz se iba a demorar en volver sin importar en dónde me quedara. Hacía muchos meses que no pasaba algo así. Pensé que adentro todo parecía más oscuro y sabía que era inútil buscar un par de velas; nunca compro de esos. Una linterna, mucho menos. Afuera el espacio abierto me iba a alumbrar un poco.

Me senté en el piso junto a la puerta, estaba frío y sucio. Toqué una colilla de cigarrillo y me dio asco. Demoré unos minutos en darme cuenta de que en realidad era muy tarde, que tal vez los vecinos no habían notado que desde hace quince minutos estábamos sin electricidad. Todos debían estar dormidos, hasta yo. Eran más de las doce de la noche, tal vez la una, o sea que el lunes ya había comenzado. Me estaba trasnochando para ir a trabajar, pero me importó poco porque me había pasado el domingo comiendo y durmiendo, sin ir más allá de la cocina y el baño. El lugar donde vivo no tiene más de 30 metros, pero sí un ventanal que lo hace parecer más grande. Lo malo es que todo el tiempo pasan buses y motos por la avenida que queda al frente; antes me despertaban en la madrugada pero ya me acostumbré a su estruendo. Esa noche no había luz ni buses. Nadie. Apenas estaba yo, mis sonidos internos, y el microondas, ese que solo uso para calentar el agua del café y muy pocas veces para saber la hora. Se me cruzaron imágenes de un atentado terrorista que había dejado sin electricidad a toda la ciudad, aunque después llegué a pensar en algo más realista: un transformador, en alguna parte, había hecho ¡pum!... Miraba los cables de alta tensión en los postes de la cuadra y cada vez me surgía una nueva teoría.  

Afuera en la escalita que da a la calle ya no le temía a la noche, y creo que a nada. Dicen que el barrio es peligroso pero yo nunca he visto nada raro. Oído sí, porque arriba en la montaña de casas hay balaceras de vez en cuando y voladores de pólvora cuando gana el equipo de la ciudad. El viernes hubo fiesta en la esquina y una pelea. No la vi, me la contó al otro día el señor de la tienda cuando fui a comprar la leche para el desayuno. Se agarraron el papá y el hijo; según el señor de la tienda, que porque el papá le había gritado a la mamá del muchacho. Ahí no hubo balas, pero sí se acabó la fiesta. Desde mi apartamento me di cuenta del momento en que se acabó la música, nada más. Fruko dejó de cantar abruptamente.

Nadie pasó por mi lado, ningún vecino del edificio bajó a buscar claridad en la noche. Todo estaba en silencio. Yo miraba las lámparas del alumbrado público a ver si reaccionaban. Había una que, apagada, titilaba con una mínima luz rosada. El cielo también estaba rosado, lleno de nubes. Me dio frío y pensé en que sería bueno tomar un café o una aromática, pero era imposible que me parara a cocinar algo en medio de esa oscuridad… Además, la chispa para prender el fogón de gas funciona con electricidad. Deseé ser fumadora. Ya que estaba afuera solo podía esperar. Quedarme ahí hasta que el microondas pitara y me anunciara con eso el regreso de la luz.

De pronto pasó algo que casi me mata, primero de susto y después de miedo. Se me pararon los vellos de la nuca. Un hombre de jeans desgastados, camiseta clara y tenis muy blancos pasó corriendo calle arriba. Como dicen en las películas, iba como alma que lleva el diablo. El sudor en la frente y en los brazos le brilló un poco con el reflejo del cielo. Pasó frente a mí como un mal pensamiento, y me quedé preguntándome si de verdad había un hombre y por qué estaba corriendo. Las respuestas llegaron más rápido de lo que imaginé. “Corra, hijueputa”, fue un grito tan aterrador que intenté ponerme de pie y las piernas no me funcionaron. Sentí un corrientazo horrible, como si esa orden fuera para mí. Miré de dónde venía y apareció la moto, chiquita, de esas que suenan duro y van despacio. Dos hombres en ella, me costó verlos, parecía que la iban a desinflar. La moto hacía esfuerzo para coger la calle empinada. Estaban a punto de alcanzar al hombre que corría. Si yo lo vi y luego oí el grito y al instante pasó la moto, eso era que faltaba nada para que fueran por él. Todo eso se fue calle arriba en menos de un minuto. La electricidad seguía lejos de la cuadra y yo todavía sola, y esta vez aterrada. Apenas ellos desaparecieron de mis ojos, las piernas me funcionaron y me entré a la casa, sin pensarlo dos veces. Pero me quedé en la puerta. Respiré, conté cuatro segundos, porque diez eran demasiados, y me asomé por entre el ventanal y la cortina. A fuerza de permanecer en la oscuridad mis ojos ya no eran tan ciegos. Temí, entonces, que ellos también me hubieran visto. Encontré las llaves encima del comedor y me aferré a ellas. Salí a la calle otra vez y caminé un poco hacia arriba, a ver si encontraba rastros del muchacho que corría o de la moto.

Llegué a la esquina y pasaron dos cosas al mismo tiempo. Vi un bombillo iluminado en un tercer piso y escuché tres disparos, no muy cerca. Los conté cuando dejaron de sonar. Ahí fue cuando sentí miedo de verdad, y el miedo me llevó a correr de regreso a la casa. Así como sentí que la orden de correr era para mí, volví a temer que los disparos, aunque lejanos, me hubieran tocado. El microondas estaba prendido pero con la hora sin configurar. El televisor estaba a más volumen del que yo soportaba y los únicos tres bombillos del apartamento estaban encendidos. 

Todo me pareció insoportablemente normal. Lo único raro en ese lugar era yo, que no tenía idea de qué acababa de pasar. Me preguntaba si en pocas horas, ya en la mañana, el tendero le contaría a alguien lo que había pasado… Una historia similar a la que en ese momento me estaba armando en la cabeza: la del muchacho de tenis blancos que después de correr un par de kilómetros lo mataron ya cansado en el justo instante en que la luz volvió al barrio. Organicé todo para dormirme y me reí sin ganas. Había estado afuera todo ese rato, esperando la electricidad, para nada más que terminar apagando las luces. 


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