Breakfast

Su esposo sabía que cuando ella se levantaba a lavar los platos era porque había soñado con otro hombre. Lo sabía y pasaba el día de mal humor, pero no decía nada. Ella lavaba los platos, limpiaba las rendijas de las baldosas -de la cocina primero, después del baño- una a una, desinfectaba con limón y bicabornato el horno y la estufa... Parecía que se iba a quedar a vivir en la cocina, en silencio, apenas murmurando frases que nadie le entendía, o muy de vez en cuando escuchando un casete de Pink Floyd. El esposo odiaba a Pink Floyd; había tratado de dañarle el casete, pero eso podría tener represalias en sus bandas favoritas, Black Sabbath, ACDC, las que guardaba en la guantera del carro para ponerlas a sonar camino a su oficina. El esposo callaba y también inventaba otro destino si el sueño había ocurrido durante el fin de semana. Si su esposa tenía sueños con otro de domingo a jueves, no importaba, porque ella lavaría los platos, haría el desayuno para todos, despertaría a los niños y después quién sabe qué diablos haría. Y él, si alcanzaba a notarlo, desayunaría con rabia, un bocado no más, y luego se iría al trabajo sin despedirse de nadie. El fin de semana, en cambio, un sueño, apenas un sueño, tenía el poder de imponer otra rutina, de hacer que ella callara y él también. El hombre del sueño sí había existido, o quizás aún rondaba por ahí, pero era mejor evitarlo en la vida consciente, porque su poder, como el del sueño, era verdadero. Ella no lo nombraba, fingía no estar enterada del enojo de su esposo; y él no le hacía un solo reclamo. La canilla del lavaplatos se hacía una lluvia incesante. La dejaba abierta mientras repasaba cada plato, cada cuchara, y era lo único que se oía desde la sala, donde los niños dominaban el televisor con caricaturas. Él veía el canal infantil, pero en lo único que podía pensar era si ahora ella lavaba una olla o un plato de postre. Le urgía ir a la cocina para prepararse un café, pero no quería entrar allá. Temía una revelación, un nombre que se hubiera escapado de los labios de su esposa. La sensación era la misma del cine, cuando en medio de la película quería ir al baño y no podía, porque sabía que se perdería el final o una escena que se lo explicaría todo, todo. Ella, bueno, no se sabía en qué pensaba. Quizás en el hombre del sueño, si la teoría de su esposo era precisa. O de pronto, es otra teoría, en cosas de domingo, el día de arreglar la casa. Una suerte que esos sueños que la hacían callar le dieran la energía para dejar todo reluciente e, incluso, para no decir nada: una mujer estoica, nunca se quejaba. Él podía haberla ayudado, pararse del sofá, dejar a los niños con las caricaturas, y entrar a la cocina para limpiar algo, disimular enjuagando los trapos de sacudir. Pero el sueño no tenía tanto poder. No ese poder. ¿Cuánto duraría lo que él interpretaba como culpa de ella, y ella como enojo de él? Solo eran las nueve. Ella llegó más tarde con el desayuno para todos. Claro, los niños tenían que comer. Arepas, huevos, chocolate, quesito, todo. Ah, y los pandequesos que él trajo hace dos días. Los cubiertos sonaron más que en el lavaplatos. Los niños estaban sentados en el comedor, pero no despegaban la vista de aquel programa de caricaturas. Increíble que después de varias décadas lo siguieran presentando: un coyote con mala suerte perseguido por un pájaro insoportable. El esposo, con la fea costumbre de llevar la boca al bocado, no levantó la cabeza ni un solo instante. Imposible saber si era solo por la joroba o porque no quería ver la cara de ella, de nadie. Ella untaba mantequilla en las arepas de los niños, les partía el quesito y les repetía a cada minuto que debían alimentarse bien. Ni una sola palabra extra-desayuno. Para él, todo era culpa del sueño. Para ella, los dos se habían acostumbrado a ser así. Punto. Él usó todos los cubiertos que encontró y un plato por ingrediente. Otro día ya había explicado que no le gustaba cuando se juntaban las cosas frías con las calientes: el quesito y el huevo, por ejemplo. Ella no le dijo nada. Él sabía que su esposa estaría gustosa de tener que lavar más platos, en ese domingo cualquiera que estaba detenido en el sueño de la noche anterior. Él lo tenía claro en su mente. Ella ya no podía recordarlo. Había otras cosas en qué pensar. Cuando él limpió el plato, la esposa le dirigió la palabra y el día empezó a transcurrir. “¿Quieres más chocolate?”.


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