Escozor de feria del libro
Los libros que leo son los mismos que olvido. Los absorbo en
una inhalación que dura noches enteras y no soy capaz de interrumpir. Me mareo
con ese aire enrarecido de letras y comas, y empiezo a caminar, en el día, como
un zombi que tropieza a cada paso. Voy por ahí, por allá, con una frase
enredada en el oído. Se me meten los personajes por los ojos y la cara se me va
desarrugando, hinchando, hasta quedar inflada por completo: es imposible
distinguir el lóbulo de las orejas. Amo eso que en la vigilia comprendo y en el
sueño desaparece. El libro se vuelve un chicle mascado por cientos. Escupo. Me
aferro a las hojas, quiero rasgarlas, tragármelas, que se me unten las tripas
de tinta negra, de molde ya gastado. Lo desbarato, lo estrujo, lo armo sin hilo
ni pega. Se me empieza a escurrir la piel. Vuelven los pliegues a la cara. Me
da hambre, quedo ciega de exceso de luz, pero ya no me caigo al bajar del
sardinel. El limón hace su trabajo en los intestinos: los limpia, los sana. La
fuerza ocupa las manos al tomar otra posición. Cierro el libro. Lo tiro al
estante o quizás lo entrego a alguien, como quien desprecia un veneno letal. Lo
despido y no le quiero decir adiós. Ya no lo recuerdo. No existe más. Un pensamiento
siempre reemplaza a otro. Escozor.
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