Otoño

Mármol. Frío. Gris. Pared. Niebla. Como el entierro de un hombre solitario, la ciudad se me presenta. Me habla quedamente, en tono solemne. La escucho, pegada a sus labios, porque en el aliento sí trae calor. Sus palabras se alzan tan alto, para mí, como si hubiese montañas. Me aturde, a veces. Dejo que el viento arrastre el sonido para juntarlo con el de los viejos camiones.

Es grande la ciudad pero tan pequeña ahora como en estas pocas cuadras de cemento y brea. Buenos Aires en mi barrio lleva el paso de una avenida. Los transeúntes van aletargados, enfrentados a los pequeños vendavales. Y los carros, en cambio, son apenas otro sonido.

A ratos, con suerte, se interrumpe la pesada calma. El perro ladró. El paraguas fue despedido por el viento o el descuido. La mujer apareció con un traje amarillo. El niño llamó con gritos la atención de su padre. El viejo tropezó con la grieta del andén.

Muy temprano para la noche. Muy tarde para el día. 18 es una hora indefinible, marcada como una más entre las 24 que nunca duermen. Prisas nadie lleva. Quizás, sí, recuerdos o asuntos pendientes. Los prefiero con la mente en blanco, andando porque sí, yendo hacia ningún lado, participando sin que les importe de este paisaje con voz y aliento.

Es Buenos Aires al borde del invierno. Aprisiona. Hiela. Canta lúgubremente, sin embargo, una melodía preciosa. Ellos visten con oscuridades y parecen los personajes sombríos de un cuento ruso. Me gusta leerlo.

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