Pájaros sin rostro
A veces pienso en que los ojos pueden callarse. Cerrarse estando abiertos. Como ventanas con cortinas oscuras para atajar el sol. ¿Cuál sería la última mirada? ¿Qué imagen conservaría para dibujarla a tientas, para escribirla en el relieve de la hoja en blanco?
Un trazo indeleble en la pupila, una raya divisoria entre lo visto y lo no visto. Lo que está por verse ya no estará. Una humanidad a la que le falta un sentido: los ojos, que luego se convierten en cubiertos mal puestos sobre la mesa que ya nadie usa porque la comida sabe mejor con los dedos.
Así serían mis ojos si no sirvieran, si alguien apagara la luz y no esperara mi regreso del baño, en una noche tan oscura que el pie estaría tropezándose en cada esquina de las paredes, o en cada borde de la cama.
Pero no sería oscuridad. ¿Habría otra luz?, ¿u otra forma de ver la luz, como son las sombras? No puedo imaginarlo. Es lo mismo que cuando en mis días azules jugaba a mirar el sol un buen rato, hasta que apareciera un punto verde claro, una percepción distinta del sol amarillo. Me detenía cuando la culpa me indicaba que estaba mal ese juego, que era peligroso, tal vez lo más peligroso que me he atrevido a hacer.
No ver era eso: ver demasiado, enceguecerme con exceso de luz. Ahora, cuando nadie está viendo, trato de cerrar los ojos y no ver ni el teclado ni la pantalla; identificar las letras por su sonido, por la postura de los dedos. Y en las tardes, al bajar las escaleras, camino sin tenerme, sin conciencia del frente pero sí de los pies, de lo que se toca con el zapato y acaba en tierra firme. Volar porque no hay piso. Nada.
La certeza ida, cuando va y viene, son los ojos cerrados.
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