Menos acera para compartir

Y si no fuera capaz de escribir una novela. Ni un poema. Ni un haikú. Yo no sé, pero lo intentaría. Lo haría en servilletas o en una página cualquiera, tal vez arrancada del directorio. Sería en una noche de malas telenovelas; o de pronto sería en medio de una fiesta en la que todos bailan. Como no sabe bailar. Sólo merengue, pero de eso no se baila aquí. Y, bueno, en la cuenta de la mesa, después de algunos tragos, justo cuando el licor se va para los pies y se sienten pesados, que si se para se cae. Pero lo haría: escribiría un poco. Demás que las palabras saldrían chuecas, y si salen bien, después las arrugaría porque nunca son de su gusto. Eso sí, serían palabras honestas… claro, de las que nadie quiere oír: ¿para qué oír palabras honestas?, ¿o siquiera leerlas? Que se lean algo de Chejov, no sé o de García Márquez que tanto les suena bien.

El traqueteo de las balas le interrumpió los pensamientos. Esa conversación con su yo se esfumó después de los balazos. Los contó pero olvidó el número. ¿Muertos? A nadie le dan tanto con tan mala puntería. Seguro ahorita pasa el taxi cargando al muchacho, al que le dieron. Porque aquí las ambulancias no suben. Van los taxistas… que hay que temerles más que a los balazos. ¿Qué pasaría afuera? Hasta esos sonidos sin eco la sacan de las palabras. Será que no quiere escribir. Pero sí quiere. No sabe cómo. No se imagina cómo puede hacerlo. Por qué escribe mientras en una calle alguien muere. Por qué no se asoma a ver qué fue. Es que no es nada extraordinario: un muerto más, un muerto menos. Más tierra que hay que poner en el cementerio. Menos acera para compartir.

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