Challenger
Acordate de esos días en que volábamos juntos. Mientras yo
me aferraba a lo que tuviera más cerca, vos presumías de tus manos sueltas y de
poder gritar como en una verdadera montaña rusa. A veces me hundía en el
asiento, cerraba los ojos y oía todo a mi alrededor, en un procedimiento
inverso de suprimir el mundo. Reías con
alaridos, alentando la carrera sin prevenir algún fin. La vía asfaltada llegaba
al límite y el Ford crujía, con sus latas al viento y sin niños en el
retrovisor: éramos personajes de Regreso
al futuro, nada de lloriqueos ni ruegos para detenernos. La nave continuaba hasta el infinito. Una recta despejada, a las
10 de la mañana, sin policías fantasmas que aparecieran de repente y sin
obstáculos que nos mandaran al abismo. No moriríamos en un domingo de sol. De
cero a sesenta, a ochenta, a cien, a ciento veinte y algo más, la pantallita no
mentía y querías ver qué había tras la última raya, alentabas ese movimiento. A
mamá se le veía empalidecer y empezaba a gritar para que acabara el sueño de
volar, pero aun así ella nos permitía ir tras ese susto, tras esa euforia. Papá
hacía caso, se reía de lo que hacía y nos miraba seguros en el asiento de
atrás. Desafiar el miedo era también sobrevivirlo y alcanzar a quererlo. El
corazón desaceleraba. Nuestra respiración podía oírse. Por fin te recostabas y
dejabas caer tus brazos, una teoría de los cuerpos en reposo. Exhaustos después
de ese par de minutos de no saber qué continuaba en el parabrisas, permitíamos
el silencio. Volvíamos a ser niños y confiábamos en que ese no sería jamás nuestro
último momento consciente. Era un experimento de lo que se siente vivir tras no
haber muerto. Acordate, así era.
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