152 segundos on, 1.371 palabras off
El computador se tarda 152 segundos en prenderse, en
arrancar, y otros tantos, estos sin conteo, en abrir la hoja de Word. El dato
me lo suelta el antivirus, que quiere que haga un examen y corrija ese problema
del tiempo a cambio de unos cuantos dólares. Omito el letrero emergente y
quiero concentrarme. Había encendido el equipo porque no puedo dormir y tengo
ganas de escribir. Llevo semanas sin concretar una idea en tres, cuatro
párrafos. Bueno, he hecho cartas de relacionista pública y he diligenciado
algunos formularios; también he mandado emails con motivos de vida o muerte y
hasta escribí un par de mensajes, die Briefe, para la clase de alemán. Pero un
texto recreativo, un poco holgazán, de desahogo o con grito rabioso, nada. Me
cuesta. El teclado me es esquivo, y en verdad hace semanas no encendía este
computador, el que tarda en ello 152 segundos y es un mueble más en la sala de
la casa.
Pero no podía dormir y, si cuento las horas como el
eficiente antivirus, solo tengo unas cuatro de ellas por delante antes de que
suene el despertador. Y las horas de la noche son más cortas, invisibles para
el que no está en las urgencias de un hospital, pero desesperantes, igual que
el tictac de un reloj recién comprado o que la voz chillona de una vendedora de
mercancías ridículas en la televisión.
En pocos segundos reuní pensamientos de estos días e imaginé
que quizás podría escribir algo, una línea, un párrafo, una hoja. No hallé
principio, ni uno ni cuatro, y me sentí mal con Caparrós, que esta semana en el
libro que leo me obligó a necesitar varios de ellos para lograr unas palabras
decentes. Lo siento, con o sin principio, necesitaba escribir.
La lectura de ese libro, Lacrónica,
ha sido una de las dos cosas más importantes de estas semanas. Sus
cuatrocientas páginas o por ahí (no me voy a levantar a ver cuántas tiene) me
desvían de dos hechos sobre los que ya no quiero opinar más. El primero: los
acuerdos de paz, el plebiscito, este país polarizado, la masa de ignorantes que
repiten sandeces a diestra y siniestra, blablablá… El segundo: que se murió
Juan Gabriel, un cantante, un ídolo (no mío), un culpable de nuestra condena
latinoamericana.
Mientras los facebooks y los twitters derraman odios,
lágrimas y creo que todo tipo de fluidos corporales, yo me metí a conocer Hong
Kong, Sri Lanka, La Habana, Belgrado, y otras ciudades y países para los que
Caparrós tuvo descripciones precisas, que se te estallan en la cara al leerlas,
y en donde, terminas imaginando, el ser humano es siempre miserable y las
mujeres son siempre putas u objetos para la disposición masculina del mundo. No
voy a entrar a discutir el género o a defenderme de Caparrós, porque para qué,
ahora soy zen, y para qué, no puedo dejar de morirme de la envidia con sus
viajes, con lo que ha visto, con lo que ha caminado, con lo que ha escrito. Lo
admiro mucho y lo detesto un poco más; quisiera ser como él pero no, ya no me
da.
Y era que leía ese libro, lo leo, contador de ciudades y explicador de qué es narrar en el periodismo; me lo restregué a mí misma cuando veía la Ciudad de Guatemala, capital de miserias, rareza latinoamericana. No es el deefe, tampoco es Bogotá, obvio no es Buenos Aires, se me parece a Medellín y a Cúcuta, a las ciudades de hace treinta años, en las que ni siquiera viví, y en donde las plazas y las calles son sorpresivamente extrañas: están llenas de gentes los domingos, se compra y se vende cualquier mercancía posible, la gente se alimenta de vísceras en los mercados, los jugos son aguas coloridas y dulces, los niños parecen extraviados, los hombres sonríen entre divertidos y malvados en cualquier esquina, y las mujeres se ven viejas, ajadas, como que su esfuerzo siempre es demasiado. Y allá, en un taxi que hoy te cobra 30 quetzales, mañana 50, después 40 y quizás vuelva a 30, el piloto, o sea el chofer, empezó a contarme su breve historia: que hoy es su primer día de trabajo después de 14 años de incapacidad laboral; que antes trabajaba en los buses y unos hombres le pegaron 17 balazos; que mire sus brazos, que vea su cara, esos puntos grandes son heridas; que está barbado porque además anda un poco enfermo, con mucha tos; que su familia ya no lo quiere mantener; que un hermano le dio ese taxi para que lo manejara; que ahora mismo le duelen las piernas y la espalda. Con asombro, algo de temor y más que nada silencio, le di las gracias al hombre, no sé de qué, y me bajé en el hotel, muy holiday, muy in. Me entregó una tarjeta por si después requería transporte y vi que se llamaba Juan Carlos, en letra pegada de segundo de escuela y al pie la frase inequívoca de “Dios le bendiga”.
Guatemala es un nudo en la garganta si lo comparo con mi
propio país. Es lo que somos y lo que seremos, con capitalismos y arribismos
diferentes (quizás aunque no tanto), pero con la misma hondura en la herida que
nos separa en cada sociedad. Ahhjjjj, ya estoy cayendo en el riesgo de ponerme
sociológica, y me doy pereza. No vale agregar que la corrupción nos corroe por
dentro y que los ricos de allá son tan ricos como los de aquí, igual de
miserables, y que los pobres viven, sin importan dónde nacen o dónde mueren,
igual de miserables, con la misma hambre y la misma frustración de saber que lo
que sigue es inútil, que ni los cánticos de domingo en un templo de gritones
pueden salvarlos de esta.
Y mientras me entretenía en estos días comparando el libro
de Caparrós con mi incapacidad para hacer una reportería sensata de esa
realidad que tocaba a mi puerta, en Colombia se decidió el silencio de los
fusiles y se abrió la puerta al cruce de las ignorancias. Tres o cuatro
sinsentidos, todos promoviendo el no en el plebiscito, me hicieron desistir: a
este pueblo bruto no lo arregla nadie. Qué dolor, qué dolor, qué pena. Mambrú
sigue en la guerra.
Me dan ganas de cerrar las redes sociales y echarme a leer
más libros como Lacrónica, donde los
problemas son de papel y no alcanzan a darme miedo. Leería algunos trastos que
tengo represados, esperándome a que les haga una señita: La gran caza del tiburón, La guerra del fútbol, Música de cañerías, La
jungla polaca, Principiantes, y un par más. Pero no sé por qué no lo hago.
Puede ser que en las redes uno le toma la temperatura a la bestia colectiva, se
entera de horóscopos y del día en que va a morir, se ríe con algún dibujo que
lo identifica a más no poder, y se enternece con los niños y gatos ajenos.
Puede ser eso, o autoflagelación. No sé.
Y entre tanto grito de un lado y de otro, de argumentos
güevones sobre el futuro de Colombia, de mala ortografía y de mala leche, las
banalidades, que incluyen muertes ajenas, aparecen para adelgazar la realidad. Desistió
del mundo Juan Gabriel y hoy todavía lo están chillando, como chilla el
muñequito de “me entristece” en los post de Facebook. Agradezco su muerte como un
gesto de liviandad del destino: no soportaba un odio más. Pero sí, qué pesar
que se murió… como hace mucho ni sabía de él, salvo por una serie que empezó
bien y terminó perversamente, ya no me hacía falta en el paisaje. Sus canciones
sonarán lo mismo o más y eso es todo.
Comentarios
Publicar un comentario